7.12.14

Sesenta inviernos en un instante

El 29 de diciembre, la víspera de tu cumpleaños, te vi sentado en el banco de un parque por casualidad. Contra todo pronóstico, parecías un elemento integrado a placer en aquella escena. Tú, que tanto huías de las imágenes costumbristas, allí estabas protagonizando una: el cabello plateado cayéndote por las sienes y el lago del parque reflejado en tus ojos, dando de comer distraídamente a las palomas.

Después de tres décadas sin vernos, me pregunté qué sería de ti, qué te había arrastrado hacia aquel lugar cuando jurabas que nunca terminarías así. Entonces comencé a recordar aquella noche del 30 de diciembre de hacía tanto tiempo, cuando decidimos encerrarnos en la casita de Andrin que habías acabado de heredar. Odiábamos las fechas que se nos venían encima, año nuevo, vida nueva, porque nosotros estábamos contentos con la que teníamos y sólo deseábamos que el mundo siguiera corriendo sin nosotros; detenernos en aquel momento, cerrar la puerta y echar la llave. Y así lo hicimos.

Probablemente recordarías mi cara de estupefacción cuando sacaste una botella de champán de la bolsa de bebidas que habíamos acordado que correría de tu cuenta, porque yo llevaba la cena. Y riéndote de mí, la agitaste y la abriste rociándome de espuma, asegurándome que habías traído vodka, vino, tequila y whisky, y que dejase de sufrir. Te quité la botella de las manos y vacíe todo el contenido restante encima de ti, disfrutando de cómo el champán se deslizaba por unos cabellos que por aquel entonces mantenían vivo su color. Entonces me besaste, me agarraste por la cintura y apagaste la única luz que nos iluminaba en la estancia. Solías decir que en la completa oscuridad yo siempre sabía ser más cómplice. Y no te faltaba razón.

Encendimos la chimenea al cabo de dos horas y me hice un ovillo junto al fuego. Tú me observabas a distancia, decías que te gustaba verme interactuar con los objetos de mi alrededor, ser testigo de cómo me desenvolvía -a menudo peor que mejor- en la vida. Siempre me pones contra las cuerdas con tus silencios, me dijiste, porque parece que estás haciendo una pregunta incómoda a alguien que no sabe la respuesta, o que la conoce tan bien que no quiere decírtela.

Sonreí sin mirarte.

***


Tu perfil curtido por el sol y el viento de meses desconocidos para mí se me antojó muy hermoso. Tal vez si te dabas la vuelta descubrirías que el tiempo también se había portado bien conmigo, querrías explorar con tu espalda las grietas de mis manos. Tu abrigo blanco apenas hacía contraste con la nieve que te rodeaba, casi te camuflabas con el paisaje. Un día me dijiste que nuestra atracción era inevitable porque tú habías nacido en pleno frío y yo al calor de la primavera, que mis dedos te abrasaban y te herían los labios cuando los acariciaba y yo no soportaba tus brazos de nieve alrededor de mi cuerpo, pero al mismo tiempo los necesitaba para no morir en un incendio por la noche. No te costaba inventar excusas para justificar aquello que no comprendíamos del todo, y a menudo me reía de que las envolvieras en palabras almibaradas como ésas, porque después no te importaba tumbarme sobre la mesa de la casa de tus padres con insolencia hasta que se me secaban los labios de tanto gritar. En aquella época dejabas poemas desperdigados por mi casa en rincones ocultos, y yo siempre los leía cuando los encontraba por sorpresa semanas después de que te hubieses marchado. En ellos hablabas de imágenes ficticias, de realidades que nunca llegarían a ser o a existir, pero los leía con avidez como si fueran instrucciones necesarias para la vida cotidiana o poemas de amor dedicados a nosotros; porque sabía que cada palabra dibujaba fantasías que te pertenecían tanto como cuando susurrabas que me querías con un apretón de manos o silbabas mi canción favorita. Nunca te dije todo lo que necesitaba tus poemas para seguir sobreviviendo a los largos inviernos en los que no estabas.


***


Ahora, en el banco, te espiaba una vez más sin que lo supieras. Me sentí tentada de hacerte una foto en ese momento y marcharme sin más, enviaŕtela por correo con algunas palabras en la parte de atrás e imaginar tu expresión cuando la recibieses; pero desconocía tu dirección, igual vivías en aquel parque ahora, como cuando te conocí. Sólo los vagabundos saben follar como astronautas, afirmaste convencido cuando te compré un póster de la nave Enterprise, tu único negocio para sobrevivir. No me gustan los astronautas, contesté, como si fuera lo más natural del mundo que un desconocido me soltara algo así. Cómo es eso, preguntaste, si tú eres una de ellos. Precisamente, contesté. Lo he sabido nada más verte, proseguiste, porque estás conformada de antimateria y yo soy muy sólido. Entonces se producirá entre nosotros la aniquilación mutua, sentencié. Desde luego, comentaste levantándote del suelo y acercándote a mí con una sonrisa, has contestado que te disgustan los astronautas, no los vagabundos. Y nos besamos.


***


Nuestras conversaciones siempre fueron demenciales, parecíamos dos locos escapados del psiquiátrico con la misma afección mental. A menudo la gente que nos escuchaba hablar en los cafés se levantaba de las mesas contiguas a la nuestra con cierto escándalo y rubor. Luego descubrí que además de vagabundo eras astrofísico por afición y que habías dejado una licenciatura a medio terminar. También me dijiste que no habías encontrado a nadie que te diese una respuesta inteligente a tus enigmáticas preguntas y que te gustaban las personas que aceptaban las singularidades con tranquilidad. 

Siempre sonaba The Animals cuando bailábamos en el parque.


***


Llevo media hora esperando a que te sientes conmigo, dijiste alzando la voz desde el banco. 

Sonreí. Cómo sería el frío de sesenta inviernos entre tus manos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario