El 29 de diciembre, la
víspera de tu cumpleaños, te vi sentado en el banco de un parque
por casualidad. Contra todo pronóstico, parecías un elemento
integrado a placer en aquella escena. Tú, que tanto huías de las
imágenes costumbristas, allí estabas protagonizando una: el cabello
plateado cayéndote por las sienes y el lago del parque reflejado en
tus ojos, dando de comer distraídamente a las palomas.
Después de tres décadas
sin vernos, me pregunté qué sería de ti, qué te había arrastrado
hacia aquel lugar cuando jurabas que nunca terminarías así.
Entonces comencé a recordar aquella noche del 30 de diciembre de
hacía tanto tiempo, cuando decidimos encerrarnos en la casita de
Andrin que habías acabado de heredar. Odiábamos las
fechas que se nos venían encima, año nuevo, vida nueva, porque
nosotros estábamos contentos con la que teníamos y sólo deseábamos
que el mundo siguiera corriendo sin nosotros; detenernos en aquel
momento, cerrar la puerta y echar la llave. Y así lo hicimos.
Probablemente recordarías
mi cara de estupefacción cuando sacaste una botella de champán de
la bolsa de bebidas que habíamos acordado que correría de tu
cuenta, porque yo llevaba la cena. Y riéndote de mí, la agitaste y
la abriste rociándome de espuma, asegurándome que habías traído
vodka, vino, tequila y whisky, y que dejase de sufrir. Te quité la
botella de las manos y vacíe todo el contenido restante encima de
ti, disfrutando de cómo el champán se deslizaba por unos cabellos
que por aquel entonces mantenían vivo su color. Entonces me besaste,
me agarraste por la cintura y apagaste la única luz que nos
iluminaba en la estancia. Solías decir que en la completa oscuridad
yo siempre sabía ser más cómplice. Y no te faltaba razón.
Encendimos la chimenea al
cabo de dos horas y me hice un ovillo junto al fuego. Tú me
observabas a distancia, decías que te gustaba verme interactuar con
los objetos de mi alrededor, ser testigo de cómo me desenvolvía -a
menudo peor que mejor- en la vida. Siempre me pones contra las
cuerdas con tus silencios, me dijiste, porque parece que estás
haciendo una pregunta incómoda a alguien que no sabe la respuesta, o
que la conoce tan bien que no quiere decírtela.
Sonreí sin mirarte.
***
Tu perfil curtido por el
sol y el viento de meses desconocidos para mí se me antojó muy
hermoso. Tal vez si te dabas la vuelta descubrirías que el tiempo
también se había portado bien conmigo, querrías explorar con tu
espalda las grietas de mis manos. Tu abrigo blanco apenas hacía
contraste con la nieve que te rodeaba, casi te camuflabas con el
paisaje. Un día me dijiste que nuestra atracción era inevitable
porque tú habías nacido en pleno frío y yo al calor de la
primavera, que mis dedos te abrasaban y te herían los labios cuando
los acariciaba y yo no soportaba tus brazos de nieve alrededor de mi
cuerpo, pero al mismo tiempo los necesitaba para no morir en un
incendio por la noche. No te costaba inventar excusas para justificar
aquello que no comprendíamos del todo, y a menudo me reía de que
las envolvieras en palabras almibaradas como ésas, porque después
no te importaba tumbarme sobre la mesa de la casa de tus padres con insolencia hasta
que se me secaban los labios de tanto gritar. En aquella época
dejabas poemas desperdigados por mi casa en rincones ocultos, y yo
siempre los leía cuando los encontraba por sorpresa semanas después
de que te hubieses marchado. En ellos hablabas de imágenes
ficticias, de realidades que nunca llegarían a ser o a existir, pero
los leía con avidez como si fueran instrucciones necesarias para la
vida cotidiana o poemas de amor dedicados a nosotros; porque sabía
que cada palabra dibujaba fantasías que te pertenecían tanto como cuando susurrabas que me querías con un apretón de manos o
silbabas mi canción favorita. Nunca te dije todo lo que necesitaba
tus poemas para seguir sobreviviendo a los largos inviernos en los que
no estabas.
***
Ahora, en el banco, te
espiaba una vez más sin que lo supieras. Me sentí tentada de
hacerte una foto en ese momento y marcharme sin más, enviaŕtela por
correo con algunas palabras en la parte de atrás e imaginar tu
expresión cuando la recibieses; pero desconocía tu dirección,
igual vivías en aquel parque ahora, como cuando te conocí. Sólo
los vagabundos saben follar como astronautas, afirmaste convencido
cuando te compré un póster de la nave Enterprise, tu único negocio
para sobrevivir. No me gustan los astronautas, contesté, como si
fuera lo más natural del mundo que un desconocido me soltara algo
así. Cómo es eso, preguntaste, si tú eres una de ellos.
Precisamente, contesté. Lo he sabido nada más verte, proseguiste,
porque estás conformada de antimateria y yo soy muy sólido.
Entonces se producirá entre nosotros la aniquilación mutua,
sentencié. Desde luego, comentaste levantándote del suelo y
acercándote a mí con una sonrisa, has contestado que te disgustan
los astronautas, no los vagabundos. Y nos besamos.
***
Nuestras conversaciones
siempre fueron demenciales, parecíamos dos locos escapados del
psiquiátrico con la misma afección mental. A menudo la gente que
nos escuchaba hablar en los cafés se levantaba de las mesas
contiguas a la nuestra con cierto escándalo y rubor. Luego descubrí
que además de vagabundo eras astrofísico por afición y que habías
dejado una licenciatura a medio terminar. También me dijiste que no
habías encontrado a nadie que te diese una respuesta inteligente a
tus enigmáticas preguntas y que te gustaban las personas que
aceptaban las singularidades con tranquilidad.
Siempre sonaba The
Animals cuando bailábamos en el parque.
***
Llevo media hora
esperando a que te sientes conmigo, dijiste alzando la voz desde el
banco.
Sonreí. Cómo sería el frío de sesenta inviernos entre tus manos.
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