No sé por qué me veo
siempre reflejada en las palabras de Wendy, en las mías y en las de
ella, en las de ella que soy yo; y las cambio y las permuto, pero
siguen siendo mías, sigo siendo ella; sigue siendo yo. Estoy tan
acostumbrada al miedo que la soledad y el silencio ya son sólo ases
escondidos en mi manga. Yo sé que sus ojos me observan desde lejos
esperando a que me mate en esa curva porque me gusta la velocidad y soy
adicta, por más que los odie, a los volantazos inesperados. Yo sé
que se me espera en los titulares cadáver por sobredosis o secuestrada
por una banda terrorista. Sé que me odia tanto porque siempre
sobrevivo a las catástrofes, porque cargar con unos ojos tan tristes e inquisitivos
dañan a otros y yo me creo con el derecho de dirigirlos como si nada hacia los demás porque
llevo conmigo mi sonrisa siempre de escudo, cuando lo cierto es que tendría que estar muerta y enterrada. Y ya no entiendo los
sentimientos humanos, no comprendo que se ame o se odie -acaso no es
lo mismo-, que se sienta algo más que el aire acondicionado sobre la
piel y la certeza de estar vivo sobre los hombros. Yo ya he dejado de
ser mía y por eso ni siquiera pertenezco. Se me acerca un gato
callejero y le quiero, ya está, le quiero, y por él moriré algún
día si es necesario. Porque así es como siento; porque me desvivo por la ternura y así son las cosas que enternecen hasta
el dolor.
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