Es una de esas tardes en
las que no sé si anochece demasiado despacio o demasiado deprisa.
Escribo.
Un par de palabras. Borrar, esto no está bien. La página
en blanco. Una idea, una frase inconexa; fuera, no me gusta. La
página en blanco.
Cinco horas, y la página
en blanco.
Dos golpes en la puerta.
Secos, espaciados. Sólo son cuestión de cortesía, porque quien llama
tiene las llaves de mi casa. La puerta se abre y aparece Ella.
Ella me encuentra en el
escritorio, frente al teclado, la página en blanco. Me mira
fijamente. Frunce el ceño. Está furiosa conmigo. Se acerca a mí y, sin mediar palabra, me agarra del pelo y me arrastra un par de metros
antes de sacarme de la silla.
La puerta sigue abierta.
Me tira al suelo y, sin
soltarme de los pelos, me arrastra por el rellano y me pone justo al borde
del escalón que inicia el descenso hacia el portal.
—Ahora
vas a escribir de verdad —me dice, antes de propinarme un puntapié
en el estómago que me hace rodar escaleras abajo.
Vueltas
y más vueltas.
Por
el camino se me parten dos costillas y varios dientes. Voy bajando más y más, girando sobre mí misma como
un satélite que ha perdido su eje de rotación.
Varias
volteretas después, llego al final de la escalera. Me sobresalen un par
de lágrimas de los ojos debido al dolor que me recorre la columna
vertebral.
Ella
ya me espera abajo, tan rápida como siempre, con un par de folios en
blanco. Me los enseña, acercándolos lentamente a mi boca.
—Escupe sobre ellos —me dice.
Yo
la miro desde el suelo, con mis costillas y mis dientes rotos. Siento
un odio infinito. Casi no puedo apoyarme sobre mis antebrazos para
levantar un poco la cabeza.
—¿No
me has oído? —alza la voz— ¡escupe!
Obediente,
me apresuro a complacerla. Me acerca el par de folios y escupo sobre
ellos toda la sangre que guardo en mi boca y tres dientes.
La
sangre forma un reguero por la página en blanco antes de que varias
gotas caigan al suelo. Los dientes tintinean macabramente contra el
suelo y rebotan un par de veces antes de detenerse.
—Así
me gusta —me dice Ella— por fin escribes algo de verdad. Tanto
juntar letras y se te pasa el tiempo sin dejarte vivir. Si no vives, no vas a escribir una puta mierda. Vive ahora, es tu momento. Ya tendrás tiempo para escribir.
Observa
detenidamente las manchas de sangre que han quedado sobre cada folio.
Rojas, distintas, originales.
Desde las entrañas.
Profundamente
mías.
—Muy
bien, muy bien —murmura, y se aleja con las páginas bajo el brazo mientras yazco
sobre el suelo, llorando.
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