Dos de mis gatos, Edgar y Fiodor, durmiendo la siesta.
Pequeños inspiradores, en parte, de este post.
Se habla mucho acerca del
amor. De lo que debería ser, de lo que no debería ser. De si hay
que decir te quiero todos los días, sólo a veces, o nunca
bajo ninguna circunstancia. Si hay que besar con los ojos abiertos o
cerrados. Si hay que regalar flores o bombones.
Las personas nos
encontramos ante un agobio constante en cuanto a lo que hay que hacer
y lo que no hay que hacer, y salirse de esos patrones prefijados es
entrar en terrenos pantanosos y desconocidos.
Se nos presenta el amor
como algo estable y estático, como si tuviera que estar sujeto a
normas por necesidad, y todo fuera o blanco o negro.
¿Se te atraganta un te
quiero en la garganta? Eso tiene que ser mal asunto. Fijo.
Te quiero o no te quiero.
¿Me quieres?
La vida me ha enseñado
que si hay algo maravilloso en el amor es que es un ente que se
transforma continuamente, y a veces los gestos más pequeños pueden
tener un significado mucho mayor del que le podríamos dar a primera
vista.
¿Es estrictamente
necesario que haya un roce de piel para mostrar afecto? ¿Cuántos
besos son necesarios para decir te acompañaría toda mi vida?
¿Caminar cogidos de la mano es un indicador claro de que las cosas
van bien o sólo basta con estar al lado de una persona mientras
compartís el camino?
A veces el amor puede ser
una pregunta directa pero sencilla: ¿estás bien?
A veces el amor es
acompañar a alguien por las calles cuando cae la noche y hace frío.
A veces el amor es ese
puerto seguro al que sabes que siempre puedes volver cuando hay
tormenta y tienes miedo de salir a navegar.
A veces el amor es
abrazar a alguien y, sin necesidad de palabras, decirle claramente:
tranquilo, yo te cuido y haré todo lo posible para que estés
bien.
Como en todas las cosas
complicadas, siempre hay pequeñas anécdotas que ilustran el amor
desde la más estricta sencillez y cotidianeidad. A mí, la mayor
lección de amor me la dan mis gatos a diario: Cuando llego a casa,
después de haber pasado tiempo fuera, entro por la puerta, y no
siempre su saludo es demasiado efusivo. Llego a mi cuarto, me
desvisto, me tumbo en mi cama para descansar, y entonces maúllan en
mi puerta para que los deje pasar. Y cuando entran, se acuestan a mi
lado, sin pensárselo, del tirón. En ocasiones, no se tumban
demasiado pegados a mí, pero sí lo suficientemente próximos para
que note su calor o para que ellos me sientan cerca. Y no hace falta
nada más, todo está bien, todo es armónico y sin sobresaltos. No
hacen falta las palabras, porque cierro los ojos y sé que puedo
dormir tranquila con las caricias que me hacen en los oídos los ronroneos de esos
maravillosos seres que descansan junto a mí. Y eso es calma, eso es
felicidad.
Porque a veces, la
mayoría de las veces, el amor es como esa felicidad de los gatos.
El amor es compartir tu
tiempo con alguien y tener la sensación de que, por un momento, todo
está bien.
Lo sé. Es lo que siento a diario con mi gato :) sólo los que vivimos con ellos lo entendemos.
ResponderEliminarUn beso.