Admirarla tan de cerca
era una extraña paradoja, parecida a tomar un cubito de hielo entre
las manos y que te abrase la piel. Siempre había pensado en ella
como en lo que era, una mujer a la que invitas a un helado en las
tardes de verano para escapar del calor, con la que pasear de la mano
y aprender de sus conocimientos de ornitología en el lecho del río,
a la que llevas a cenar a un restaurante y compartes una botella de
vino para terminar haciendo el amor suavemente después de una
ardiente discusión entre lo que hay de Schopenhauer en Borges, y de
que la mayoría de los seguidores de Borges deberían estar
encerrados en un manicomio. Y los de Schopenhauer también, por qué
no.
En cambio me acercaba a
ella por la espalda, besaba su hombro izquierdo y preguntaba, tal y
como me tenía domesticado:
—¿Me follas contra la pared?
—Sí, como de costumbre.
Y ahí comenzaba un enzarzamiento sexual
despótico como no se había dado en otras épocas, donde todo era
para el pueblo pero sin el pueblo, donde todo era para ella pero sin
ella, porque ella nunca estaba allí cuando la tomaba entre mis
brazos.
—Eres un idiota.
Nunca he recordado una palabra dulce de sus
labios. Sólamente recuerdo cómo pronunciaba la palabra idiota,
paladeándola un momento para luego escupírmela a la cara sin mucha
consideración. Sin embargo había algo en su sonrisa de después, de
inmediatamente después de decírmelo, que me hacía pensar que
simplemente no decía algo más significativo porque no le daba la
gana, y que rebajarme a ser un idiota era el único modo existente de
tenerla más cerca.
La conocía mejor de lo que ella pensaba y
sabía que su desapego provenía más de experiencias pasadas que de
convicción propia. Tenía esa maldita manía de confiar siempre a
ciegas, y en cada ocasión en que recibía algo inesperado, no dejaba
de preguntarse qué empujaba a un desconocido a abrazar el odio con
la misma furia con la que ella se entregaba a sus amantes de una sola
noche, los cuales siempre formaban un número reducido. Como decía,
todo en ella era paradójico, y aunque siempre daba la impresión de
caminar al filo, detestaba con toda su alma los acantilados. Ojalá
hubiese aprendido de ella ese modo de jugar con la paz y la
adrenalina hasta el justo equilibrio.
—Siempre me enamoro del mismo tipo de hombre
—me confesó una vez— hombres que no se dejan amar o que se
empeñan en destruírme llevándome a su territorio. Después, cuando
tengo uno frente a mis ojos sólo tengo que preguntarme de qué clase
es, pero es una variable dentro de la misma caja de incertidumbre.
Cuanto más tiempo pasaba con ella, más se me
escapaba. Y yo me escapaba de ella. Éramos tan conscientes de la
temporalidad a la que estábamos sometidos que ni siquiera
malgastamos el tiempo en hacernos promesas, en susurrarnos te quieros
o intercambiar el número de teléfono. Incapaces de hacer algo
sencillo o sin calcular. Nos mirábamos reconociéndonos sin
tocarnos, porque sabíamos que en cualquier momento nos podíamos
romper entre las manos del otro. Los proscritos no precisan de
palabras para encontrar el reflejo en los ojos del otro. Y aún con
eso, no dejaba de perseguirme una duda que me quemaba en lo más
profundo y que tragué a cada ocasión.
Nunca me atreví a preguntarle qué tipo de
hombre pensaba que era yo.
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