Siempre se han alabado
los encontronazos en bares, en discotecas, en parques. Rápido y
eficaz, sin mucho miramiento, sin pensar. No me gusta recordar el
encuentro con otra piel desde los arañazos, la resaca y los
moratones de después. Y no porque no me guste el sexo desenfrenado,
pero desde luego no me gusta follar con la sensación de estar
haciéndome la cera: que sea rápido, por favor, y a ser posible
indoloro, que no lo sienta. Cualquiera diría que a esas personas
realmente no les gusta el sexo, sólo quieren un Frenadol, alivio
rápido y sintomático de un calentón. Qué aburrimiento. Quizá por
eso haya que tener en una gran estima a esos amantes que no desean
embotar tus sentidos sino realzarlos, dejar alcohol y psicotrópicos
varios de lado y compartirse con el otro sólo con el escudo del
sudor y la saliva. Las obras de arte requieren su tiempo y
dedicación. Ellos lo saben, por eso no me invitan a copas, sino que
me dan libros para leer y despertar. Las putas de verdad no
necesitamos dinero, utilizamos algo más intangible. Todo el mundo
sabe que no me vendería por tres tequilas baratos en cualquier
antro. Ni por cinco. Ni por diez. Reivindico ser puta desde la piel,
desde el sentimiento. Sexo como experiencia, no como analgésico. Me
aburren las relaciones de poder en la cama, escuchar cada dos por
tres en la calle cómeme el coño,
como si eso no fuera un privilegio en lugar de un castigo.
Cómemelo despacito,
por favor, esta noche es sólo tuyo. Hazme sentir que estás ahí.
Hazme sentir que no necesito respirar durante unos segundos más para
seguir existiendo.
Adoro
la vulnerabilidad de un hombre al despertar. La erección de las
siete de la mañana. Ese momento de dicotomía cartesiana
cuerpo-mente que me hace escindir al amante en dos: el ser que duerme
y el ser que me espera bajo las sábanas que cubren hasta la cintura.
Poder decidir sin prisas y en silencio si besar su mejilla y
continuar durmiendo, o meter una mano hábil en su ropa interior. Me
niego a contar las noches de pasión, demasiado fútiles, demasiado
desgastadas, demasiado desvividas. No así las mañanas. Las mañanas
son una prueba de confianza, de no echar a correr por la puerta nada
más sale el sol. Mirar los ojos adormilados del otro y decir: te
reconozco profundamente humano, para lo bueno y para lo malo.
No,
damas y caballeros. A las putas de verdad no nos invitan a copas
porque, como saben los que saben, tenemos la maldita costumbre de intentar llevarnos de propina el corazón.
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