El fin del mundo llegó en
el año 2012.
A pesar de las diversas
profecías que lo anunciaban, realmente nadie le hizo mucho caso. En
el siglo XXI estábamos tan acostumbrados a las catástrofes que ya
habían acontecido en los escasos años que llevábamos estrenando
milenio, amén de las experiencias e historias heredadas del siglo
anterior, que cualquier predicción ligeramente más apocalíptica
que la realidad, como el fin del mundo, sabía más bien a poco. Sin
embargo, el escepticismo del que éramos partícipes no impidió que
el fin del mundo se precipitase sobre nosotros.
No faltaban imaginativas
hipótesis acerca de cómo se suponía que debía ser: lluvia de
meteoritos, el cielo partiéndose en dos, inversiones magnéticas de los polos,
fatales erupciones solares... nada de eso ocurrió. Sí, claro,
tuvimos una colección de desastres naturales interesantes ese año:
huracanes, intensa actividad solar, deslizamientos de tierra, muchos
huérfanos vagando por encima de los escombros de lo que antes había
sido su hogar... pero era el hollywood del noticiario acostumbrado en
televisión. Cuando veías desde los cinco años a niños de tu
edad muriéndose de hambre en los anuncios de Oxfam o Unicef, terminabas
aprendiendo a hundir tu cara en el vaso de cacao expoliado a esos
niños de la pantalla que, precisamente, se morían de hambre para
que el niño blanco tuviese su vaso de cacao líquido sobre la mesa.
Ya se sabe, desgracias sobre las que nadie puede actuar debido a la
inmensa culpa compartida.
Tal vez lo más
reseñable de cuando llegó el fin del mundo es que nadie supo
realmente que lo era. No hubo muertes más significativas ese año
que en los anteriores, las pandemias siguieron asediando a la
humanidad con la acostumbrada virulencia de siempre, incluso ingresó
un número de gilipollas semejante al de otros años en la
universidad. Un pequeño puñado de personas, quizás las más
sensibles, sí que se percataron de algo, aunque no pudiesen
describirlo más que como el incómodo zumbido que subraya un mal
presentimiento. Y, en este caso, se trataba de las garras de la
fatalidad adueñándose de los destinos de toda la humanidad.
Sea
como fuere, todos los habitantes del planeta Tierra se dieron cuenta,
de repente, de que en el año 2012 atravesaban un mal momento, como si
reviviesen el inicio de la guerra de Afganistán o el crack del 29.
Sin embargo, todos pensaron que se trataba de una mala época, como
una crisis económica o una precaria cosecha, pero no: era el fin del
mundo.
En el fin del mundo, toda
la humanidad murió sin saberlo. No me malinterpreten: las
personas continuaban caminando como siempre, los niños seguían
naciendo y creciendo... pero lo cierto es que estábamos más
desalmados que nunca. Éramos caminantes vagando por un mundo muerto,
cadáveres nuevecitos que nacían a un mundo muerto. Es como si en
todo el universo se hubiese terminado el hálito vital que insuflar a
los cuerpos, y las almas que recibían los nasciturus fuesen
espíritus reciclados, maculados, de segunda o de tercera
mano, mientras que los que fenecían se marchaban para siempre y nadie les
recordaba. De este modo dejaron de aparecer nuevos talentos y los
héroes se fueron quedando más y más solos en una marea humana que
no cesaba de crecer a pesar de los notorios fallecimientos.
La humanidad había
muerto en el pecho de cada ser humano y, por eso, tanto los que ya
estábamos como los que nacían, realmente nos encontrábamos cada
vez más solos. Todo eran tragedias personales: los ermitaños dejaron de disfrutar de su
soledad, los eruditos no se hacían cada vez más sabios, las
personas alegres tenían que beber mucho para estar contentas y los
amantes no se amaban de verdad. El apocalipsis había
llegado y estaba entre nosotros; y nosotros, ignorantes, seguíamos
preocupados por los créditos del banco, por ir al supermercado a
principio de semana para obtener pescado fresco, por estudiar para el examen más cercano o por tener dinero suficiente para pagar la gasolina
del mes próximo.
A quienes les quedaba
algo de luz en el corazón notaban cómo ésta era cada vez más
débil y, poco a poco, el planeta se encontró repleto de habitantes
oscuros o, como mínimo, ensombrecidos. Las escasas personas que
éramos conscientes de lo que ocurría fuimos incapaces de
comunicárselo al resto, porque los demás tenían demasiada prisa
para detenerse a escuchar o a entender. De este modo, unos y otros
nos sumergimos, a sabiendas o no, en una desesperación que cada
noche pesaba más y más. Éramos como ratas que por más que corrieran por el barco finalmente perecerían junto a él cuando éste se
hundiese.
Y así fue como llegó el
fin del mundo.
Mientras, el mundo continuó girando, año tras año,
ajeno a toda posible esperanza.
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