9.5.14

Crónica de una muerte anunciada


El fin del mundo llegó en el año 2012.

A pesar de las diversas profecías que lo anunciaban, realmente nadie le hizo mucho caso. En el siglo XXI estábamos tan acostumbrados a las catástrofes que ya habían acontecido en los escasos años que llevábamos estrenando milenio, amén de las experiencias e historias heredadas del siglo anterior, que cualquier predicción ligeramente más apocalíptica que la realidad, como el fin del mundo, sabía más bien a poco. Sin embargo, el escepticismo del que éramos partícipes no impidió que el fin del mundo se precipitase sobre nosotros.

No faltaban imaginativas hipótesis acerca de cómo se suponía que debía ser: lluvia de meteoritos, el cielo partiéndose en dos, inversiones magnéticas de los polos, fatales erupciones solares... nada de eso ocurrió. Sí, claro, tuvimos una colección de desastres naturales interesantes ese año: huracanes, intensa actividad solar, deslizamientos de tierra, muchos huérfanos vagando por encima de los escombros de lo que antes había sido su hogar... pero era el hollywood del noticiario acostumbrado en televisión. Cuando veías desde los cinco años a niños de tu edad muriéndose de hambre en los anuncios de Oxfam o Unicef, terminabas aprendiendo a hundir tu cara en el vaso de cacao expoliado a esos niños de la pantalla que, precisamente, se morían de hambre para que el niño blanco tuviese su vaso de cacao líquido sobre la mesa. Ya se sabe, desgracias sobre las que nadie puede actuar debido a la inmensa culpa compartida.

Tal vez lo más reseñable de cuando llegó el fin del mundo es que nadie supo realmente que lo era. No hubo muertes más significativas ese año que en los anteriores, las pandemias siguieron asediando a la humanidad con la acostumbrada virulencia de siempre, incluso ingresó un número de gilipollas semejante al de otros años en la universidad. Un pequeño puñado de personas, quizás las más sensibles, sí que se percataron de algo, aunque no pudiesen describirlo más que como el incómodo zumbido que subraya un mal presentimiento. Y, en este caso, se trataba de las garras de la fatalidad adueñándose de los destinos de toda la humanidad. 

Sea como fuere, todos los habitantes del planeta Tierra se dieron cuenta, de repente, de que en el año 2012 atravesaban un mal momento, como si reviviesen el inicio de la guerra de Afganistán o el crack del 29. Sin embargo, todos pensaron que se trataba de una mala época, como una crisis económica o una precaria cosecha, pero no: era el fin del mundo.

En el fin del mundo, toda la humanidad murió sin saberlo. No me malinterpreten: las personas continuaban caminando como siempre, los niños seguían naciendo y creciendo... pero lo cierto es que estábamos más desalmados que nunca. Éramos caminantes vagando por un mundo muerto, cadáveres nuevecitos que nacían a un mundo muerto. Es como si en todo el universo se hubiese terminado el hálito vital que insuflar a los cuerpos, y las almas que recibían los nasciturus fuesen espíritus reciclados, maculados, de segunda o de tercera mano, mientras que los que fenecían se marchaban para siempre y nadie les recordaba. De este modo dejaron de aparecer nuevos talentos y los héroes se fueron quedando más y más solos en una marea humana que no cesaba de crecer a pesar de los notorios fallecimientos.

La humanidad había muerto en el pecho de cada ser humano y, por eso, tanto los que ya estábamos como los que nacían, realmente nos encontrábamos cada vez más solos. Todo eran tragedias personales: los ermitaños dejaron de disfrutar de su soledad, los eruditos no se hacían cada vez más sabios, las personas alegres tenían que beber mucho para estar contentas y los amantes no se amaban de verdad. El apocalipsis había llegado y estaba entre nosotros; y nosotros, ignorantes, seguíamos preocupados por los créditos del banco, por ir al supermercado a principio de semana para obtener pescado fresco, por estudiar para el examen más cercano o por tener dinero suficiente para pagar la gasolina del mes próximo. 

A quienes les quedaba algo de luz en el corazón notaban cómo ésta era cada vez más débil y, poco a poco, el planeta se encontró repleto de habitantes oscuros o, como mínimo, ensombrecidos. Las escasas personas que éramos conscientes de lo que ocurría fuimos incapaces de comunicárselo al resto, porque los demás tenían demasiada prisa para detenerse a escuchar o a entender. De este modo, unos y otros nos sumergimos, a sabiendas o no, en una desesperación que cada noche pesaba más y más. Éramos como ratas que por más que corrieran por el barco finalmente perecerían junto a él cuando éste se hundiese.


Y así fue como llegó el fin del mundo. 

Mientras, el mundo continuó girando, año tras año, ajeno a toda posible esperanza.

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