17.5.14

Naturellement


Me gusta Jack. Me gusta tanto como para no tener que decírselo nunca a la cara. Me gusta esperarlo en los bares y que aparezca siempre media hora tarde, así me da tiempo a recordar cómo se hace un barquito de papel con las servilletas impermeables que ponen a disposición de los clientes.

Estoy sentada en un tugurio, acodada en la barra. He pedido un bourbon solo con hielo y el camarero ha alzado una ceja. Ha entrado tras unas cortinas desgastadas y pegajosas llenas de grasa, como para consultar algo, y después se ha acercado a mí y me ha preguntado que cuántos años tengo. Soy mayor de edad, por supuesto, y tras enseñarle mi documento de identidad, me sirve mi copa sin rechistar. En nuestra sociedad de maquillaje, postizos y silicona hemos llegado a éste punto trágico: que no sepan reconocer a una joven de veinticinco años porque va sin sombra de ojos ni pintalabios. Quizá es que cuesta mucho comprender que una persona no quiera ser otra cosa distinta de lo que es. Yo soy joven, tengo las mejillas suaves y sonrosadas, mis ojos son brillantes y están bien enmarcados por unas cejas que no me molesto siquiera en depilar, ¿para qué voy a querer aparentar tener cinco años más de los que tengo? Si no saben ponerle edad a una persona por la honestidad de su aspecto no es mi problema, es el suyo.

He quedado con Jack y ya van diez minutos de retraso. Bebo un trago largo y me doy cuenta de que el camarero me está mirando fijamente. Quizá esté esperando a que haga una mueca tras beber el bourbon, pero no le complazco. Estoy más que acostumbrada a beberlo. Me pongo a pensar en Jack. Sonrío pensando en que me apetece un cigarrillo y que, cuando se lo pida, él me extenderá un par desde esas cajetillas que ahora los anuncian sin aditivos. Como si así la muerte te fuera a pillar más despacio.

Trazo círculos con el pie en el suelo. Jack me gusta porque no intenta que me guste en absoluto. No es como esos otros chicos que se deshacen en cabriolas y frases hechas para tratar de impresionarme. Es un hombre sin maquillaje para una mujer sin maquillaje. De un realismo sucio perfecto, los dos, a pesar de que no seamos amantes. Bebo otro trago y miro el reloj. Quince minutos tarde. Cojo una servilleta impermeable y abro el bolso. Siempre lo tengo lleno de tickets de compras en el supermercado que meto a toda prisa para poder recoger las bolsas y marcharme a casa, de monedas que ídem, un par de mecheros, tabaco derramado, alguna boquilla y el bolígrafo que estoy tratando de encontrar. Por fin lo tomo entre los dedos y sacudo las manos para quitarme las hebras de tabaco que se me han pegado a la piel.

Escribo, sorprendiéndome de que el papel absorba la tinta:

Me gustas como los sauces,
como la piña colada,
como las noches de verano,
como pasar una mano por la superficie del agua.
Me gustas desde el encanto
y desde el hastío.
Desde el cansancio y el sudor.
Me gustas porque eres real
a esta hora, en este mundo
y existes porque te pienso,
y reconozco tu sonrisa
cuando no la veo.


Es malo, no hace falta decirlo. Pero me gusta como los chupitos de vodka o como los gatos. Me gusta porque es sincero y veo su rostro a través de mis palabras. A veces no hace falta nada más para invocar la presencia de alguien. 

Bebo un sorbo de mi bourbon y veo que Jack aparece. 

Cuando escribes el tiempo siempre pasa más deprisa. Quienes escribimos sabemos que es la única forma de engañar de verdad a las agujas del reloj.

Jack se acerca y se sienta a mi lado. Sé que la muerte nos perseguirá despacio porque estamos destinados a ser los observadores del sufrimiento del mundo.

Me apetece un cigarrillo.

Y entonces él me ofrece dos mirándome a los ojos.

Sin aditivos.



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