Me gusta Jack. Me gusta
tanto como para no tener que decírselo nunca a la cara. Me gusta
esperarlo en los bares y que aparezca siempre media hora tarde, así
me da tiempo a recordar cómo se hace un barquito de papel con las
servilletas impermeables que ponen a disposición de los clientes.
Estoy sentada en un
tugurio, acodada en la barra. He pedido un bourbon solo con hielo y
el camarero ha alzado una ceja. Ha entrado tras unas cortinas
desgastadas y pegajosas llenas de grasa, como para consultar algo, y
después se ha acercado a mí y me ha preguntado que cuántos años
tengo. Soy mayor de edad, por supuesto, y tras enseñarle mi
documento de identidad, me sirve mi copa sin rechistar. En nuestra
sociedad de maquillaje, postizos y silicona hemos llegado a éste
punto trágico: que no sepan reconocer a una joven de veinticinco
años porque va sin sombra de ojos ni pintalabios. Quizá es que
cuesta mucho comprender que una persona no quiera ser otra cosa
distinta de lo que es. Yo soy joven, tengo las mejillas suaves y
sonrosadas, mis ojos son brillantes y están bien enmarcados por unas
cejas que no me molesto siquiera en depilar, ¿para qué voy a querer
aparentar tener cinco años más de los que tengo? Si no saben
ponerle edad a una persona por la honestidad de su aspecto no es mi
problema, es el suyo.
He quedado con Jack y ya
van diez minutos de retraso. Bebo un trago largo y me doy cuenta de
que el camarero me está mirando fijamente. Quizá esté esperando a
que haga una mueca tras beber el bourbon, pero no le complazco. Estoy
más que acostumbrada a beberlo. Me pongo a pensar en Jack. Sonrío
pensando en que me apetece un cigarrillo y que, cuando se lo pida, él
me extenderá un par desde esas cajetillas que ahora los anuncian sin
aditivos. Como si así la muerte te fuera a pillar más despacio.
Trazo círculos con el
pie en el suelo. Jack me gusta porque no intenta que me guste en
absoluto. No es como esos otros chicos que se deshacen en cabriolas y
frases hechas para tratar de impresionarme. Es un hombre sin
maquillaje para una mujer sin maquillaje. De un realismo sucio
perfecto, los dos, a pesar de que no seamos amantes. Bebo otro trago
y miro el reloj. Quince minutos tarde. Cojo una servilleta
impermeable y abro el bolso. Siempre lo tengo lleno de tickets de
compras en el supermercado que meto a toda prisa para poder recoger
las bolsas y marcharme a casa, de monedas que ídem, un par de
mecheros, tabaco derramado, alguna boquilla y el bolígrafo que estoy
tratando de encontrar. Por fin lo tomo entre los dedos y sacudo las
manos para quitarme las hebras de tabaco que se me han pegado a la
piel.
Escribo, sorprendiéndome
de que el papel absorba la tinta:
Me gustas como los
sauces,
como la piña colada,
como las noches de
verano,
como pasar una mano por
la superficie del agua.
Me gustas desde el
encanto
y desde el hastío.
Desde el cansancio y el
sudor.
Me gustas porque eres
real
a esta hora, en este
mundo
y existes porque te
pienso,
y reconozco tu sonrisa
cuando no la veo.
Es
malo, no hace falta decirlo. Pero me gusta como los chupitos de vodka
o como los gatos. Me gusta porque es sincero y veo su rostro a través
de mis palabras. A veces no hace falta nada más para invocar la
presencia de alguien.
Bebo
un sorbo de mi bourbon y veo que Jack aparece.
Cuando escribes el
tiempo siempre pasa más deprisa. Quienes
escribimos sabemos que es la única forma de engañar de verdad a las
agujas del reloj.
Jack
se acerca y se sienta a mi lado. Sé que la muerte nos perseguirá despacio porque estamos destinados a ser los observadores del sufrimiento del mundo.
—Me
apetece un cigarrillo.
Y
entonces él me ofrece dos mirándome a los ojos.
Sin
aditivos.
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