Me parece que duermes
demasiado hacia fuera, y cuando te toca soñar lo haces siempre hacia
dentro. Debes de saber doblar muy bien los sueños para que te quepan
siempre en un espacio tan pequeño. Yo siempre soy desordenada y
termino ocupándolo todo: mi escritorio con doce cuadernos a medio
empezar, la silla con ropa de ayer y el abrigo de la semana anterior,
tu lado de la cama con las manos y los pies, y me gusta tanto
acercarme a ti por las noches que siempre te arrincono y te tiro de
la cama. Soy tan expansiva que a veces siento que voy a estallar, y
tú guardas todo hacia dentro, como si temieses que la vida se fuera
a terminar en el próximo momento, y yo te cojo de la mano y te digo
tranquilo, todavía no, aún tengo que tirarte muchas más veces
desde el precipicio de mi sábanas, y seguirte después, hacerte el
amor contra el suelo. Bueno, eso
último no lo digo, pero lo pienso. A veces me da la risa cuando te
imagino contra el suelo de mármol, todo asustado, y yo encima y tú
sin saber muy bien dónde colocar las rodillas y poniéndote nervioso
y yo riendo y tú enfadado porque se te enfría la espalda y yo
quemándote a besos, y tú entre la espada y la pared a punto de
perder los papeles y yo encima agotada por la risa, y luego tú
encima queriendo darme mi merecido y, en cambio, pegándome algún
golpe sin querer con la mano porque en la intimidad siempre fuiste un
poco torpe y eso las chicas que te miran por la calle ni se lo
imaginan. Veo que caminas muy deprisa por los pasos de cebra y ni
miras a los lados porque los coches no van contigo, y tú vas más
con las bicicletas y las zapatillas gastadas de los ochenta y no hay
quien te quite esa manía de mirar siempre hacia el suelo, ¡pero a
dónde vas! Si tienes unos ojos preciosos, me alegrarías la mañana
sólo con mirarme y ahí estás callado y en silencio al otro lado de
la pantalla sin imaginarte que es aquí y ahora donde te dedico con
mis labios un verso.
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