Un día dejaron de conmoverme los
poemas.
Fue así,
un día me levanté y los versos que
descansaban
en mi mesilla de noche no me dijeron
nada.
Viví dos meses sin sonreír en
absoluto.
Sentí la tragedia aferrándose a mi
vida,
ya nada tenía que ver en ella,
había sido la elección del extraño
que, desde aquí, una vez fui
y ya nunca más.
Ya no eres el mismo
no te reconozco
frases
de afilada costumbre
ya, a
estas alturas.
¿Quién
era yo?
Ya no
sabía si me
dolían tus heridas
o las
propias que me autoinfligí.
Acababa
de reconocer
que
llevabas tres meses
yéndote
a la cama a dormir sin esperarme.
Y ya
sabes cómo va esta mierda:
chico
conoce chica,
chica
descubre chico,
chico
cuadra el orden mundial,
chica
doma tres universos,
chico
jura bajo luna llena,
chica
sonríe desde el otro lado de la mesa,
chico
se desespera,
chica
pierde su trabajo,
chico
compra lanzallamas,
chica
muerde a (un) pitbull,
chico
denuncia al presidente,
chica
bebe
por el día,
chico
sale hasta las siete,
chica
se ahoga entre las sábanas,
chico
construye una fortaleza,
chica
destruye una nación,
y un
buen día los dos se mueren.
Sí,
sí, se mueren.
Juntos
o separados o revueltos
o devorados por termitas, da igual.
No me
mires así, ya lo sabes.
Esta
historia es más antigua que tus cicatrices.
Y
discúlpame si ofendo
a
algún pseudointelectual surrealista o dadá.
Esto
no es ningún poema,
sólo
un revulsivo para que claves la garganta
en lo
más profundo del sumidero
y
vomites todo, todo, todo,
ese
maldito dolor que llevas dentro
y por
fin, por una vez,
puedas
dormir en paz.
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