1.2.18

Cualquiera de estas mañanas


Cada mañana entro en un bar donde los jornaleros se detienen a descansar.
Llevan ropa cómoda, incluso alguno de ellos tiene puesto un mono de trabajo.
Los jornaleros me miran suspicaces en cuanto entro
y yo me siento como una humana abandonada en Marte.
La rutina es siempre la misma: desfilan tostadas junto al café humeante
mientras los jornaleros debaten y se preparan para el resto de la jornada.
Al hombre que tengo a mi lado de pie le tiemblan las manos.
Debe de sufrir alguna enfermedad neurodegenerativa. No es como los demás.
Deja reposar un maletín negro sobre la barra,
seguramente trabajará en algún lugar pulcro que le hará infeliz.
Nadie sueña siendo niño con trabajar en un lugar pulcro.
Soñamos con trabajar con algo que nos manche de vida, de sangre, de polvo,
de arena de hacer castillos a la orilla del mar.
Yo soñaba con ser vulcanóloga y terminar cada día con el pelo lleno de ceniza.
Pero este señor que tengo a mi lado viste un abrigo impoluto
y le tiemblan las manos llenas de sueños contenidos.
Yo sufro por el temblor que él ya tiene normalizado.
Se lleva la tostada a la boca y trata de que le tiemblen los dedos lo menos posible.
Le observo y sospecho que así acabaremos todos. De los nervios.
Echo un vistazo alrededor.
Sólo somos dos mujeres en el bar: la camarera y yo.
Sólo así las mujeres pueden sobrevivir en un bar anclado en los setenta: 
detrás de la barra.
Yo soy el alien discordante en esos desayunos tan bien orquestados
y la camarera me lo hace saber cuando me atiende y me llama “niña”.
Como si viera a través de mi disfraz de mujer.
Como cuando mamá de pequeña me echaba la regañina al haber entrado
en algún sitio donde no debía estar: “Niña, ¿qué haces aquí?”
Los jornaleros me siguen mirando suspicaces e infelices.
Me pregunto cómo será el día en que llegue a formar parte de sus filas
y la vida se me vuelva gris e inhóspita, 
donde la salvación sea sólo estar varada en la barra de un bar
a la hora del desayuno. Salgo, cierro la puerta y me dirijo a casa.
En el portal coincido con una vecina que me sonríe 
de la forma más poco sentida que podáis imaginar.
La sonrisa con que sonríe a su marido al verlo ir a trabajar.
La sonrisa con que sonríe cuando sus hijos no se acuestan 
a la hora que se tienen que acostar.
Pero a mí no puede engañarme: tiene los ojos tristes.
Ella es tan infeliz como lo son los jornaleros, pero con una salvedad:
los jornaleros se tienen entre ellos. Ella está sola.
Me acuerdo de las preguntas que me hacía de pequeña 
y me lo vuelvo ahora a preguntar: 
cuando sea mayor, ¿tendré que inyectarme bótox 
para que no se me caiga la sonrisa de la boca?
¿También esbozaré una extraña mueca?
La vecina se marcha y me deja con mis preguntas.
La gente está muerta por las mañanas (y algunas veces por las tardes, 
y otras por las noches, pero siempre, siempre, está muerta por las mañanas),
por eso no me gusta tener que levantarme temprano.
Yo sólo quiero ser invisible y pasar desapercibida por las calles como un fantasma.
Quiero resguardarme de los ojos tristes y de las manos, de no darse, cansadas.
Quiero irme a otro planeta donde no sea yo la única humana.
O donde pueda ser un alien con ceniza en las membranas.





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