13.7.15

El circo de la vida


Cuando tenía diez años mis padres me abandonaron. Habían intentado hacer de mí una niña talentosa, trabajadora en el colegio y estudiosa en todo lo demás. A mí, sin embargo, el colegio me aburría, y cuando vi que podía sacar buenas notas sin dificultad, dejé de esforzarme por hacerlo. La vida dio entonces un giro inesperado, a mi padre lo echaron del trabajo y pronto nos vimos sumidos en una terrible pobreza. Empezaron a pensar que tener una niña brillante pero sin ganas de adaptarse a la escuela no era una buena baza de futuro. Por mucho que me esforcé en ese momento, ya me había demorado mucho estudiando otras cosas que no venían en los libros. Había repetido curso y, de continuar estudiando, claramente saldría demasiado tarde de la escuela para dedicarme a un oficio que les sirviera en los próximos meses; por otro lado, era demasiado joven para que alguien me aceptase como empleada, de modo que pensaron en dejarme con la primera persona que quisiera hacerse cargo de mí.

El camino que separa la excelencia de la mediocridad es muy corto, y pronto me vi catapultada a un circo local. Yo no sabía hacer nada, pero pensaron que al ser bastante joven y tener flexibilidad, podría cultivar ciertas habilidades para terminar siendo equilibrista. Y así fue como pasé de ser la favorita/vilipendiada de los profesores a ejercitarme todos los días en muy duras condiciones y dedicarme a limpiar los deshechos de los animales del circo. Nada que ver con leer novelas de piratas ni observar el comportamiento de las hormigas a orillas de un lago.

Durante mi adolescencia veía a los trabajadores del circo ir y venir. Siempre había un director al mando y algunos empleados fijos, como las bailarinas, los payasos, los domadores de fieras, el forzudo, la mujer lanzallamas y el mago. No sabéis la de amoríos que desfilaron ante mis ojos: una bailarina con el forzudo, la mujer lanzallamas con el mago y un largo etcétera. Era realmente penoso contemplar ese panorama, alguna vez tuvimos altercados por los celos de unos y de otras, incluso heridas por arma blanca a medianoche que me tocó curar a mí. Lo cierto es que entendía más bien poco de las relaciones entre personas. Para mí el circo de amantes era más grotesco que el verdadero circo. Entre que mis padres no estaban y que desde niña se me había obligado a trabajar en condiciones de semi-esclavitud, estaba acostumbrada a que si alguien se acercaba fuese solamente para gritarme que utilizase una cuerda menos gruesa, o que cogiera objetos más pesados mientras caminaba sobre el fino hilo que pendía entre dos postes. Y en todo este percal, trataba yo de mantener el equilibrio.

Una vez uno de los payasos se acercó a mí y trató de forzarme, pero conseguí zafarme de él y lo echaron del circo. Mi vida era triste, pero no lo suficiente por fortuna como para acabar entre los brazos de un payaso o de un domador de leones.

Entonces llegó el día que lo trajeron. Mis ojos no podían creerlo: un magnífico elefante. Era de un tamaño colosal, tenía unas orejas que parecían velas de barco, una trompa robusta y unas patas que podrían machacar piedras. Estaba recién traído desde África. Y estaba mucho más triste que yo. No tenía colmillos, porque así el animal era más barato. El marfil entraba y salía por distintas rutas marítimas, y la codicia del hombre había hecho de aquella criatura maravillosa un ser que vagamente se parecía a lo que fue en otro tiempo, a pesar de conservar gran parte de su belleza. El animal presentaba diversas heridas, tenía desgarros por toda la piel y un aire de derrota en la mirada. A saber lo que había padecido para llegar a mi circo de pacotilla. Desde luego el director estaba dispuesto a aumentar su negocio, aunque fuese a costa de verter sangre. Y, como no podía ser de otro modo, me encargaron adecentar al elefante para que un domador contratado exclusivamente para ese cometido se encargase de domarlo.

La primera vez que me acerqué al elefante, se retiró al fondo de la jaula con pavor. La situación resultaría cómica, teniendo en cuenta que yo pesaba cincuenta kilos y aquel animal cinco toneladas por lo menos, pero podía infinitamente más mi inquietud interior sobre qué le habrían hecho. La aflicción de aquel momento, su grandeza contra mi mediocridad, me dejaba sin respiración. Como pude, me acerqué a él poco a poco y traté de tranquilizarlo. El elefante no intentó defenderse. Se quedó inmóvil en el fondo de la jaula, moviendo tácitamente la trompa con nerviosismo. Uno de los payasos que pasaba por delante de nosotros se rió del espectáculo y me dijo que me tranquilizase, que se habían asegurado de que aquella bestia cooperase. Finalmente tomé aire y me acerqué hasta el animal. Empecé a acariciarle el lomo con suavidad, para después coger un paño húmedo y comenzar a lavar sus heridas. Tardé por lo menos siete horas en conseguir limpiarlas, desinfectarlas y coserlas todas. El elefante no emitió ningún sonido. Cuando salí de su habitáculo, cayó rendido de puro  miedo y agotamiento.

Alimenté, desparasité y di de beber a aquel animal. Poco a poco fue comprendiendo que yo no representaba una amenaza y, a veces, cuando sabía que era la hora de desayunar, hasta me esperaba con cierta impaciencia. Tuvo que enfrentarse al domador, lo cual fue otro duro golpe en el ánimo de aquel ser maravilloso al que cuidaba, y que terminó por convertirse en mi único amigo.

Comencé a irme por las noches con él. Le hablaba en susurros, le contaba mis problemas, los maltratos en el circo, las caídas desde varios metros de altura, mis ganas de huir de aquel sitio y de volver a coger un libro. El día que me partí un brazo sólo me consolaba su proximidad: la prefería incluso a los analgésicos, y juro que la muñeca me dolía como un demonio. Entonces, el elefante empezó a dar muestras de querer comunicarse conmigo. Se había establecido un extraño lazo entre nosotros. Quizá nos reconocíamos en nuestra mutua indefensión aprendida.

Entonces comencé a divagar. Tal vez el circo no tenía que ser para siempre. Quizá no tenía que aguantar los gritos diarios, ni los latigazos, ni ser el correveidile de los domadores más intimidatorios. Pero, si decidía irme, no quería hacerlo sola. Sin embargo, ¿cómo podía escapar con un animal de cuatro metros de altura que quizá al verse fuera de la jaula se pondría a barruntar y a correr despavorido? Durante la función circense, veía a un bruto que no sabía ni leer dar chasquidos con un látigo en el suelo, y mi amigo de orejas grandes levantaba la trompa o subía por una rampa. Aquello era realmente denigrante. 

Un día no pude aguantar más la situación, y una noche lo solté. No sabía qué iba a pasar, aunque lo intuía. Sólo abrí la puerta de la jaula, le quité las cadenas y me encaramé a su lomo. El elefante pareció entenderme y comenzó a caminar por los alrededores del circo muy despacio. Así nos fuimos alejando, y cuanto más nos alejábamos, más aumentaba la marcha el elefante. No sé cuántos kilómetros recorrimos. Procuré guiarlo por el campo, para así llamar menos atención. Aquella tarea no era fácil, doy fe. Cuando llegó el amanecer, alguien debió vernos y avisó a la policía, y ésta empezó a perseguirnos. Al principio no sabían si que yo estuviese sobre él era accidental o estaba allí a propósito, pero al final dedujeron lo segundo al ver que renunciaba a sus continuas ofertas de ayuda y que mi actitud no era la de alguien que tuviera miedo yendo a lomos de un elefante, por increíble que pareciese.

Dispararon a las patas de mi amigo, hasta que éste empezó a reducir la marcha. Entonces sobre nosotros llovieron dardos tranquilizantes. Varios me alcanzaron y sentí cómo iba perdiendo poco a poco la consciencia. Mi amigo aguantó y aguantó. Yo me abracé a él con fuerza. Llegamos a un precipicio escarpado y el elefante se detuvo. La policía nos seguía desde muy cerca. Bajé de mi amigo tambaleándome y lo miré a los ojos. Íbamos a morir ahí. Los dos lo sabíamos. Cuando observé el paisaje, me di cuenta de que él no me había llevado a ningún sitio de forma azarosa. Estábamos ante un cementerio de elefantes. Un cementerio de elefantes creado por los distintos animales cautivos en los circos cercanos al lugar.

Volví a mirar al elefante. Él sabía que íbamos a morir, como yo también presentía desde el principio, y aún así había iniciado aquella marcha conmigo. Había tenido el valor de salir de la jaula y de acompañarme en nuestro primer y último viaje.

Cuando nos deslizamos por el precipicio, yo lo hice con una sonrisa y aquel elefante sin colmillos, con su orgullosa trompa en alto.

Mi vida, al fin y al cabo, no fue tan triste. Valió la pena, aunque sólo fuera esos instantes.





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