27.7.13

La esfinge (VI). Final.

Cinco años después, me pareció ver a la esfinge en una cafetería.

Iba paseando junto a mi esposa por los jardines del este de la ciudad, cuando sus ojos se cruzaron con los míos a través del cristal del establecimiento. Fue sólo un relámpago, una impresión, y al girarme ansioso para volver a encontrarlos ya no estaban allí. En su lugar vi a una joven de cabellos dorados que se levantaba de su mesa y se dirigía hacia la barra.

Me puse tan nervioso, que acompañé a mi mujer hasta el portal de nuestro edificio para luego marcharme inventándome una torpe excusa. Instantes después echaba a correr hacia la cafetería de nuevo, esperando encontrarla.

Al llegar había desaparecido. No sabía si había sido ella de verdad o tan sólo se trataba de un espejismo provocado por mi ferviente deseo de verla. Cuando estaba a punto de marcharme, sumido en la desesperación más absoluta, el camarero me llamó y me dijo, extendiéndome una nota, que habían dejado algo para mí. Sin darle las gracias siquiera, abrí como pude el trocito de papel garabateado y leí:

Me alegra que estés bien, como siempre. Tienes una barba preciosa esta temporada, no cometas la estupidez de afeitártela. Ella es muy guapa, cuídala pero sin someterte, las mujeres podemos llegar a ser muy caprichosas. Cuídate mucho. 
La huella roja de sus labios, en un beso, ponía punto y final a la caligrafía.

Meses después, me encontraba escuchando la radio y sonó aquella canción que tanto me recordaba a la esfinge, aunque jamás le confesase a ella ésto. Cuando terminó, aún con el corazón sobrecogido, el locutor comentó que estaba dedicada por una mujer anónima que había llamado, a su amante de los sesenta. Así me llamaba ella cuando se ponía más cariñosa de lo debido con tres copas de bourbon encima. Sentí una punzada en el pecho y me levanté entre temblores para mirar por la ventana, por si era una señal de su parte para indicarme que estaba cerca. Sobre decir que no la vi aparecer en ningún momento.

Una noche tuve un sueño. Soñé que ella, con su habitual e imperiosa necesidad desganada, me arrastraba hacia uno de sus oscuros lechos de hierba callejeros, pero esta vez me dejaba desnudarla por completo. Al contrario que en otras ocasiones, no se quedaba seria al terminar, sino que continuaba abrazada a mí, conversando; y, de pronto, yo comentaba algo y ella irrumpía en sonoras carcajadas que iluminaban aquel rincón de penumbra al que me había reducido minutos antes. Quizá fuera mi manera de despedirla después de todo lo que habíamos vivido, varios instantes esparcidos con desorden durante años.

No volví a verla jamás después de nuestro breve aleteo de miradas en la cafetería. Guardé su nota como el más preciado de los tesoros. Mi mujer siempre insistía en que me quitase la barba, pero no cedí ni una sola vez ante su petición porque era lo último que me quedaba de mi esfinge, el secreto entre los dos.

A veces me despierto en la oscuridad, buscándola. Veo nítidamente sus ojos fijos atravesándome desde el techo, entre seductores y maliciosos. Y en mi imaginación, surge a partir de esta breve ensoñación la esfinge en toda su magnificencia. Casi puedo alargar la mano y sentir el tacto de su suave piel entre mis dedos. 

En ocasiones me lamento. Hay secretos que, sencillamente, no están disponibles para nosotros los mortales. 

Por qué me atrevería a querer conocer lo que había tras los ojos de mi esfinge. 

Una esfinge capaz, con una mirada, de reducir a cenizas al mismísimo Edipo.

18.7.13

La esfinge (V). Confesión de una noche de verano.

Empezó a sonar esa canción que siempre me recordaba a ti y que, para mí, era tu canción.

Me traía recuerdos de un aire más húmedo, más frío. De noches extrañas que cada vez se hacían más y más familiares; las cogía entre las manos sorprendida, preguntándome cómo podía haber pasado todo aquello.

Quizá yo para ti era una desconocida a la que conocías muy bien; tú para mí eras un extranjero. Sin embargo, la vida es maravillosa en sus coherencias inconexas: una cama, en medio de la nada, puede ser la tierra que comparten dos apátridas; sábanas por bandera, gemidos entremezclados como himno.

Y ahora... me daba miedo enamorarme de ti. Empezaba a pensar demasiado en nosotros, aunque para mí demasiado fueran sólo dos veces al día. Mi mente me traicionaba con pequeños relámpagos de recuerdos en el momento más inoportuno. Sentía pequeñas punzadas cada vez que relacionaba alguna estupidez cotidiana contigo. Todo parecía indicar que estaba empezando a incubar la peor de todas las enfermedades.

No podía ser, lo nuestro no podía ser. Por qué tenías que aparecer y joderlo todo. Me sabía libre amando a los gatos callejeros, a los gorriones del parque, a las nubes del cielo. Por qué tenías que aparecer y reclamar para ti mis sentimientos... mis sentimientos. Acaso compartir la cama un par de veces te hacía más merecedor... ¿qué pasaba con mis otros amantes? Con el oficinista del centro, por ejemplo, con su aire desdichado y su tono quejumbroso al que sólo con mi sonrisa se le encendían las mejillas. O con el estudiante eternamente repetidor que siempre me pagaba las copas a cambio de unos pocos besos furtivos en cada esquina oscura de la calle. O con el poeta con el que me encontraba cada dos semanas para un revolcón rápido en un hotel y que me dejaba siempre un soneto por la mañana al despertar encima de la mesilla de noche. Los quería a todos y cada uno, maravillosamente diferentes, egoístas en cuanto a mí en cierto modo, pero sabiendo que no debían pedirme más. Yo me compartía por unas horas, contrabando de cariño y afecto durante un rato y después cada uno a su casa sin el corazón roto, sin un amor para llenar durante días los pensamientos, para luego quebrarse ante el más mínimo suspiro de decepción. Por qué querías arrebatarme todo aquello, mi pequeño remanso de paz. Qué pasaba con ellos, y qué pasaba conmigo. Y, joder, qué pasaba contigo, hasta dónde llegaba tu interés por tenerme sólo para ti.

Mañana se te habrá pasado, me prometía. Pero no se me pasaba y seguía pensando dos malditas veces al día en ti, puede que hasta algunas más, y ¿qué iba a hacer yo ahora? Me inventé un amor lejano al que dirigir mis plegarias sólo para que te dieras cuenta de que jamás iríamos de la mano a cenar a un restaurante. No lo podía permitir.

Y mientras me negaba con todas mis fuerzas a quererte, esa canción seguía sonando y me traía tu aroma impregnado en cada acorde, el tacto de tu piel, hasta el sabor de tus labios. Por qué tú y no otro; o, mejor, por qué tú y no ninguno. Jamás había odiado a alguien así.


Sin embargo no era mujer de las que se rinden fácilmente, de forma que ideé un plan para olvidarte.

16.7.13

La esfinge (IV). Dos sombras.

La vi sentada frente al muelle, con la mirada perdida. A veces sobre sus ojos caía un leve velo oscuro casi imperceptible, como ahora, que transformaba su mirada cálida y alegre en un lago helado. Caminé hacia ella y apenas se inmutó cuando me senté a su lado.

Cuando estaba callada, absorta en sus pensamientos, se me hacía difícil empezar a hablar porque me daba la sensación de que, si decía algo, estropearía aquel momento de concentración absoluto en el que se encontraba; y, tal vez, quién sabe, la humanidad perdería para siempre la única solución a este mundo, encerrada en aquella mente que apenas empezaba a desentrañar.

Su mente. Ejercía un efecto sobre mí que se dividía entre el miedo y la fascinación. Como seguía sin saber qué decir, me llevé la mano al bolsillo izquierdo del pantalón y extraje un cigarrillo de la caja que guardaba en él. Lo encendí rápidamente, no sin cierta ansiedad producida por la cercana presencia de ella; pero cuando iba a llevármelo a los labios, su mano se alzó y, con un grácil movimiento, me lo quitó de entre los dedos para darle una calada profunda, sin dejar de mirar al vacío. No teníamos la confianza suficiente para que ella hiciera aquello dado lo poco que nos habíamos visto en realidad, pero parecía ser consciente de su poder sobre mí.

Al exhalar la última voluta de humo, respiró hondo y con una voz suave me preguntó:

—¿Cómo estás?

Siempre preguntaba lo mismo, como si quisiera hacer la radiografía de un paciente nada más entrar en la consulta o comenzar un interrogatorio policíaco con una pregunta aparentemente tan insignificante... para confiarte.

—Ahora que estás aquí, bien.

—Llevo aquí sentada cuatro horas, yo ya estaba aquí. Eres tú el que está aquí de pronto, si es que acaso eso te hace sentir bien.

Así era la esfinge, te respondía una obviedad cuando decías algo que te acercase mínimamente a ella para que te dieras cuenta de cuán estúpidas eran tus palabras. No le hacía falta insultar a nadie porque dejaba a cualquiera clavado en la pared con frases impregnadas de una presunta inocencia que te corroía las entrañas. Y todo eso, a pesar de que me quitaba el cigarrillo de las manos igual que se enganchaba a mi copa para no soltarla en las ocasiones en las que me había arrastrado a un bar, luego me preguntaba cariñosamente que cómo estaba para después confundirme con una gélida respuesta.

—Cómo vas a estar bien, imbécil —prosiguió— si has terminado en el psicólogo por mi culpa.

Me quedé petrificado. No había comentado aquello con nadie.

—Ahora me vas a preguntar que cómo lo sé —continuó sin dejar lugar a réplica— y yo te contestaré que conozco la forma de autoanalizarse y analizar a los demás que tiene un paciente de terapia.

Y entonces, por fin, me miró. Tenía los ojos brillantes, como sólo los puede tener alguien que tiene mucho que llorar y que no sabe cómo hacerlo.

Sin mediar palabra se abalanzó sobre mí y comenzó a besarme. Percibí el regusto de alcohol que deja el vino en la boca, y entonces me di cuenta de que era natural -en ella últimamente lo era- que hubiera estado bebiendo antes de verme.

Sentí entonces cómo se enfurecía entre mis brazos, cómo sus besos se volvían cada vez más y más ansiosos, cómo sus manos empezaban a recorrerme la espalda y su calor me envolvía por completo.

—Vámonos de aquí —me dijo en un susurro, y me llevó hasta el rincón más oscuro del parque que se encontraba más cerca.

Allí me tumbó -o me empujó, no sé muy bien cómo describirlo- sobre la hojarasca seca poniéndose encima de mí. Siguió besándome apresuradamente, como si escapara de algo mientras lo hacía, al mismo tiempo que sus manos recorrían mi pecho. Su lengua, hábil como siempre, empezó a arrancarme jadeos cada vez que se enroscaba entre mis labios y entonces empecé a perder la noción del tiempo mientras mis dedos exploraban su cuerpo, bajo el vestido. Con dos zarpazos me quitó el cinturón y me bajó la cremallera de los pantalones. Cuando me quise dar cuenta ya estaba entre sus piernas, aquel lugar que de tan cálido me recordaba a las brasas de la chimenea junto a la que me dormía en mis días de infancia. Quizá por este tipo de pensamientos uno termina en el psicólogo.

Al terminar permaneció tumbada junto a mí, de nuevo con la mirada perdida; ésta vez en el firmamento.

—Me vas a dejar quemaduras de segundo grado un día de éstos —bromeé.

Ella fingió no escucharme y susurró con una voz cargada de nostalgia:

—El cielo está precioso esta noche.

—¿Te gusta mirar las estrellas?

—No, las estrellas no, la luna. Me gusta mirar la luna porque, siendo una sola, está en miles de noches de una vez. Está en la noche del matrimonio que discute a puerta cerrada. Está en la noche de la chica guapa que se arregla para salir. Está en la de los enamorados que pasean juntos de la mano a la orilla del río. La luna es en nexo que une a todos los lobos, independientemente de cómo estén y cómo se encuentren. ¿Sabes? La luna parece un espejo para que puedas ver en ella el rostro de alguien a quien echas de menos.

Ese tipo de comentarios me dejaba completamente desarmado.

—¿Cómo alguien tan cínica como tú puede decir algo que, a todas luces, es romántico?

—Las cínicas no somos más que románticas a quienes destrozaron su ilusión a base de hachazos —dijo con cierto aire condescendiente mientras se levantaba de un salto.

Entonces se sacudió la hojarasca que había quedado prendida a su falda y se marchó.






13.7.13

La esfinge (III). Desde las entrañas.

Aquella noche me fui con él, aunque deseaba irme contigo. El nudo corredizo del tiempo se puso en mi contra, bloqueó las salidas y de pronto me vi a tan sólo dos centímetros de alguien que no eras tú.



El dolor se hizo insoportable. Caminaba por las aceras recordando nuestros pasos. Abrí el armario tantas veces, y siempre me encontraba con esa chaqueta de cuero que habíamos destrozado sin querer cuando nos sujetábamos contra las paredes, en un intento de mantener nuestro precario equilibrio, mientras nos besábamos con la desesperación que sólo sale del alma de los lobos esteparios.

Ojalá hubiéramos destrozado entera aquella chaqueta y yo no conservara una reliquia tan susceptible de convertirse en el símbolo de la herida abierta que suponía tu ausencia.

Le besé en los labios y sonreí. Es sólo un juego, dije.



Un juego que me cansaba cada día más, que lejos de llenarme me dejaba más y más vacía. Aguantar los próximos días...

Sangraba. Me preguntaste una mañana que qué había sido de mí durante esos años. Me destrozaron las desgracias, se fueron sucediendo una a una en el tiempo y, para cuando terminaron conmigo, ya no sabía muy bien qué pensar.

Ellos me abandonaron. Quizá no conscientemente, o tal vez sí, o puede simplemente que yo me sintiera abandonada al sentir aquella soledad tan profunda que corroía mi ser. 

Nadie sabía quererme...

Tú no sabías quererme.




Cerré los ojos pensando que eras tú mientras mis ganas de gritar aumentaban. Dejar la mente en blanco. Tragar, mirar de frente. Sólo un premio de consolación. Quería ahogarme en esa almohada, pero suspiré y me lo seguí follando mientras procuraba no pensar en él, pero tampoco en ti. 

Entendí al fin por qué algunas personas lloran mientras hacen el amor.

7.7.13

La esfinge (II). Breve atisbo en la mente de la criminal.


Estoy inmersa en algo grande, mucho más grande que yo y ahora no me puedo detener. Si caigo en las viejas trampas de antaño tendré que empezar de cero y eso me demorará todavía más, así que continúo sin descanso.

No, no puede ser, no puedo hacer un alto en el camino y jugar a ser normal, por mucho que yo quiera y que tú quieras. Funcionaría durante un rato y luego todo sería papel mojado. Nos merecemos algo mejor.

Sin embargo, no te miento. Esto lo hago sobre todo por mí. Si empiezas a estrechar el cerco me agitaré como un animal encerrado. Me asfixio fácilmente.

Voy y vengo. No podrás evitarlo, pero sabrás que eres alguien para mí porque siempre vuelvo. Y si no, no te preocupes, tampoco te perdías tanto.


. . .

Sólo yo sé lo que he perdido dentro de mí, así que no te atrevas a juzgarme. No hagas como los demás, no intentes asirme a las normas sociales del cortejo o la amistad porque nunca me ajustaré a ellas. No encajo y además no tengo ningún interés en hacerlo.

. . .

Un verso de mi infancia rezaba quiéreme entera o no me quieras. Demasiado incompleto a la vez que conciso. Hazme anáforas, son las construcciones más lógicas dentro del vaivén caótico de la lírica. Entorpezcamos su economía, mejoremos su pragmática. Quiéreme libre, perdida, confusa, furiosa, enamorada, ambivalente, analítica, esquiva, fugaz. Quiéreme pálida, abstraída, amena, hiriente, viciosa, cansada, impertinente, locuaz. Quiéreme guerrera, cortés, amarga, obstinada, silenciosa, cansada, mordaz. Quiéreme eterna, oscura, intermitente, cálida, distraída, belicosa, procaz. Y ahora si quieres dilo, quiéreme entera o no me quieras.

. . .

Se teme a lo que se desconoce y nuestros miedos se demonizan. Quizá pueda parecer más benigna a los ojos de los demás si dejan de tener miedo, si se acercan. Sin embargo, el ser humano es absurdo y cuando ve una flor desprotegida en el campo, la coge bajo la falsa ilusión de poseerla. Ésta se marchita y muere, su naturaleza queda destruída por el deseo egoísta de tener la belleza de un álter para uno mismo. Y ante esto, mejor no mostrarse débil ante los caprichos, claro que hay que enarbolar las espinas bien altas y decir: intenta cogerme si quieres, pero sangrarás.

. . .

Pedís mujeres fuertes, pero cuando no se doblegan ante vuestra voluntad, maldecís y lo tacháis como muestra de maldad. Seguridad a cambio de libertad, pero la seguridad no existe. Hay sacrificios que no merece la pena hacer porque fallan desde la misma base. No derribéis a quien simplemente quiere volar más alto.



1.7.13

La esfinge (I). El perfil de una terrorista.


—¿Y por qué le causa tantos transtornos? —preguntó el psicólogo cruzándose de piernas— tengo entendido que no es su novia, ¿no?

— No, no lo es. Al menos no lo que uno entiende en general por novia.

— Pero, ¿ella lo quiere a usted?

— Si le digo la verdad, no lo sé.

— ¿Eso es lo que lo atormenta?

— En parte sí... y en parte no.

— ¿Entonces?

— Es que con ella uno no puede estar nunca seguro de nada.

— A ver, se ve que la chica le preocupa. Cuénteme más sobre ella.

— …

— ¿No se le ocurre nada?

— Es difícil de describir.

— Inténtelo.

— Bueno... Imagine que tiene una relación parecida a una partida de ajedrez. Cada movimiento debe estar muy medido y calculado, y el más mínimo fallo puede poner de pronto a tu rey contra las cuerdas. Eso me provoca mucha tensión. Sobre todo porque mi contrincante es algo así como un bloque de nitroglicerina; si lo agitas demasiado fuerte, te estalla en la cara.

—¿Y por qué le crea tanta inseguridad? ¿Tan exigente es?

—Peor. Hay que añadirle el hecho de que en principio crees que estás jugando al ajedrez y de pronto ¡zas!, cambian las reglas del juego y estás jugando a las damas.¿Quién no va a volverse loco así? Mire dónde he terminado, en su consulta —respiró hondo—. El otro día tuve un sueño, ¿sabe? No recuerdo nada de él apenas, sólo una cosa. Sus ojos, los de ella. Sus ojos taladrantes mirándome desde la oscuridad, acechando cada movimiento.

—¿Y qué le decían esos ojos?

—No lo sé, sólo me miraban. Me hacían sentir... desnudo. Vulnerable. ¿Conoce la historia de Edipo?

El psicólogo casi no pudo reprimir una carcajada, pero respondió:

—Me suena.

—Pues bien, ella es la esfinge. Pone a prueba a todo aquel que se cruza en su camino, desde las personas que le dirigen un puñado de palabras hasta las que le son más cercanas. A todas, constantemente.

—Eso debe de ser agotador.

—Para cualquier persona sí, pero ella no se cansa. Está analizándolo todo siempre, como si ella fuera una científica y el mundo su laboratorio de pruebas. Cuesta distinguir cuándo habla en serio y cuándo no lo hace. Además, cada vez que me mira tengo esa sensación de que sabe todo de mí y que, si quisiera, podría hacerme volar en pedazos con sólo chasquear los dedos.

—Pero usted está aquí, conmigo. Se ve que no lo ha hecho.

—No lo hace. No creo que lo haga. Pero puede, ahí está el miedo. Es esa capacidad latente la que asusta. No se puede controlar, doctor. No se puede. Es como querer agarrar a un animal salvaje y enseñarle a ser civilizado después de casi media vida en la selva. ¿Cómo le dices al mar que vaya más despacio o que tenga menos olas?

—No se puede pero... sí se puede construir un barco más fuerte.

—¿Qué quiere decir?

—Que si ella no quiere cambiar, y realmente no tiene por qué hacerlo, o se adapta o se marcha. No todo el mundo está hecho para llevarse con todo el mundo. Si me habla de una persona que cambia constantemente, tal vez esté más perdida de lo que piensa. Quizá no lo tenga todo tan medido. Y querer que sea estable... bueno, todos hemos estado perdidos alguna vez. Es algo que no se puede controlar. Pero si le causa tantos transtornos ese hecho, tal vez debería alejarse.

—Pero no quiero. No quiero hacerlo.

—Entonces tendrá que aprender a lidiar con ella de la manera que sea. Aunque me pregunto si esa personalidad inestable no hará que la suya se tambalee. Recuerde que la esfinge, hasta que llegó Edipo, se dedicaba a devorar a todo aquel que no resolvía sus acertijos. Espero que haya algo constructivo en esa relación. De otro modo, quizá se encuentre usted ante una terrorista emocional.